-Hace miedo aquí. -¿Qué temes, la llegada de la peste? -Sí, eso y perderte. -Me tienes para siempre. Lo sabes. Suena cursi, es cierto. No soy de nadie. Te lo dije cierta vez en una mentira bien disfrazada dehonradez. Siempre necesitamos amar a otro -¿Me sientes? Tócame. Justo aquí. Sí. Sigue más hondo.
Las canciones de cuna arrastran su historia desde los confines del tiempo. De tradición oral y con un lenguaje poético musical, se mecen en la infinitud del pasado. Cantar a los niños es una costumbre ancestral pues en la casi totalidad de las razas, se arrulla al pequeño para que duerma o se tranquilice.
El primer acercamiento de comunicación entre el niño y el universo está marcado por las melodías que se le cantan para llamar al sueño. Acto filial con una carga amorosa que fusiona el sentimiento materno con la protección que se ofrece al niño ante los avatares de la vida. Cantar a los niños desde que nacen procura iniciarlos en el conocimiento del lenguaje. Las primeras palabras que escucha expresadas desde el amor vital, provienen de la madre con sus cantares maternales.
Horacio Quiroga, de visita en lo de Roberto Arlt, deja caer sobre una mesa de cobre, el regalo, de una fotografía de las ruinas circulares de San Ignacio. Arlt escribirá una aguafuerte secreta, inédita para siempre que el diario El Mundo jamás publicará.
La primera vez que pensé en ella, Emilia Sauri estaba sentada en el patio trasero de su casa, dándoles de comer a unas gallinas inquietas y blanquísimas. Su falda recogida dejaba ver unas piernas fuertes y largas como después las tuvo. Tenía los ojos de almendras, amplia la palma de las manos, olía a sahumerio y a yerba clara. Sobre su cabeza vagabundeaba una luna recién amanecida y una estrella crecía en su entrepierna mientras su imaginación invocaba a un hombre con el que no dormía.
Emilia Sauri sería una mujer presa de dos pasiones. Doméstica y audaz, suave pero beligerante. Tendría una casa grande llena de hijos y parientes, un marido deseado, generoso y trabajador como el agua, un amante cuya historia yo no sabía de cierto, ni quería conocer sino hasta la mañana en que irrumpiera a medio libro para alzarnos en vilo a ella y a mí. Impertinente y desordenado, con los hombros caídos y la cabeza prediciendo portentos.
No importa si los adultos son lectores compulsivos o si poco o nada leen. El hecho es que cuando tienen hijos, se hacen las mismas preguntas: ¿Qué dar de leer a los niños? ¿Cómo volverlos lectores? ¿Con cuál libro comenzar?
Se trata de preguntas aparentemente difíciles pero ya lo dice el dicho: las apariencias engañan. Porque, en sentido profundo, la cuestión es más sencilla de lo que suele creerse. Yo me arriesgo a contestar que a los primeros lectores no les importan demasiado los títulos ni el orden de aparición. Lo que definitivamente sella la relación de un pequeño con la lectura es aquello que circula por debajo y que no está escrito en los renglones de un libro: la pareja adulto-niño, amarrada con palabras. La revelación de que ese libro cualquiera –sin páginas o con páginas– es una suerte de encantamiento que logra lo más importante en la infancia: la certeza de que, mientras dure la historia, papá o mamá no se irán.
Papá o mamá volcados, todo voz, rostro y palabra, a la orilla de la cama. De cierta forma, sujetos, en el fluir del lenguaje. Sus ocupaciones adultas y sus prisas cotidianas, de las que nada entiende el niño pero que tan honda inquietud le causan, de repente se postergan. (Que no me pasen llamadas hasta que se acabe el cuento. Que la comida se enfríe o que se caiga el país). Entretanto, Rizos de Oro va corriendo por el bosque o Hansel y Gretel despiertan, en el terror de otro bosque. Y mientras dura la historia, el tiempo se ha detenido como en La bella durmiente. Las ruecas y los relojes y hasta el cochino en el fuego han dejado de dar vueltas. Y ese “Tiempo Otro”, el tiempo de las historias, le ha ganado la batalla al de la vida real.
Las abejas de las flores sacan miel, y melodía del amor, los ruiseñores; Dante y yo —perdón, señores—, trocamos —perdón, Lucía—, el amor en Teología. Antonio Machado, Proverbios y cantares.
No recuerdo la fisonomía de la maestra que me enseñó a leer. Pero ni un solo día he dejado de evocarla. Y de darle las gracias. Recuerdo perfectamente, sin embargo, la primera mañana que fui a su escuela, en mi pueblo. Tenía yo tres años. Mi madre me llevó en brazos. Yo iba llorando a moco tendido. No quería que me sacara de casa. No quería que me privara de la plaza donde me dedicaba a pegar balonazos contra una pared del ayuntamiento. No quería, en fin, ir a la escuela. Cuando entramos en ella, me aferré al cuello de mi madre con todas mis fuerzas redoblando, al mismo tiempo, mis llantos. En vano la maestra, doña Pepita, trató de apaciguarme. Lo hizo, por el contrario, el ver a un amigo, a uno de los tantos que jugaban conmigo por las calles y los bancales. Me sonrió. Tenía un lápiz en las manos y estaba haciendo palotes. Me sentaron a su lado. Dejé de llorar.
¿Leemos o no leemos? Si abordamos la pregunta de manera individual, la respuesta es bastante clara, ya que cada quien sabe si lee o no, y qué clase de textos prefiere. En este sentido, la pregunta puede parecer innecesaria. Sin embargo, no está de más hacer el ejercicio honesto de responderla, aunque sea sólo por curiosidad. Por ejemplo, en mi caso, puedo decir que sí leo; leo por placer y leo por trabajo. De hecho, leo mucho, pero lamentablemente, no tanto como quisiera, ni sobre lo que más quisiera. Sé que lo mismo le sucede a muchas personas que tienen una vida parecida a la mía.
Si pensamos en un grupo determinado, por ejemplo, en los jóvenes actuales frente a los de dos o tres generaciones atrás en Latinoamérica, es fácil entender por qué pensamos que, en general, antes se tuviera más hábito de leer. En ese entonces, la vida era más calmada y no se contaba con la inmensa variedad de medios de comunicación y actividades de entretenimiento de que disponemos hoy en día. La gente leía el diario y escuchaba la radio; se compraban o intercambiaban libros y luego se comentaban. Después vino la era de la televisión, cuando las familias se reunían a ver algunos programas a determinadas horas de la noche, lo que no impedía que en otro momento encontraran un rato para involucrarse en alguna lectura que los atrapara.
Bibi Albert responde ‘En cuestión: un cuestionario’ de Rolando Revagliatti
Bibi Albert nació el 30 de octubre de 1944 en Buenos Aires, donde reside, capital de la República Argentina. Es Licenciada en Publicidad (Facultad de Ciencias de la Educación y de la Comunicación Social, USAL Universidad del Salvador). Produjo de modo independiente dos CDs con sus letras: “14 Nuevas Canciones de Raíz Folclórica” (con música de Héctor Dengis) y “Aire de Familia” (con música de Pepo Lapouble). Fue jefa de redacción del periódico “ProTango”. Es co-fundadora (2003) del grupo de poesía y café literario actualmente denominado “Las Pretextas” y co-organizadora de encuentros de poesía. Condujo el programa radial “Pretextos para no volvernos locas”. Integró los volúmenes colectivos “Ronda de pretextos” (Ediciones El Mono Armado, 2007) y “Abrazo de voces” (edición digital, 2015). Fue incluida en las antologías “Más de 100 tangos nuevos” (2005), “Identidad” (2007) y “El verso toma la palabra” (Monterrey, México, 2010). Publicó el poemario “Música y letra” (Ediciones Filofalsía, 1990) y el libro “Sélika y otros cuentos” (edición digital, 2013).