La lectura es un viaje en barco

Enrique Pérez Díaz

Ninguna otra fragata nos lleva a todas partes como el libro.
Emily Dickinson

La literatura nos puede llevar a todas partes,
a condición de que empecemos a andar.
Abel F. Villemain

Hace un tiempo, durante un largo viaje en ómnibus, casi interprovincial, un buen amigo me comentaba su apreciación de que en la literatura para niños «el viaje» es como una eterna constante, de libro en libro, una especie de leit motiv harto repetido por espacio de épocas, escuelas y, por supuesto, numerosos autores de cualquier latitud.

No pensemos solamente, claro está, en los paradigmáticos libros de aventuras. Tampoco, en las obras de anticipación científica o de ciencia ficción. Mucho menos, en los relatos de caballería, donde siempre algún pobre vagabundo iba en pos de lavar la honra de alguien. No hay que remitirse a los cruzados, ni a la épica naval de fenicios, vikingos, romanos o celtas en pos de territorios enemigos que conquistar o puertos sitiados que defender.

No nos remitamos tampoco al conocido esquema de los valores del cuento tradicional que sagazmente nos legara el teórico ruso Vladimir Propp y en el cual todo comienza con el traumático abandono del hogar por el joven protagonista —es decir, un posible viaje—, el reto de una empresa difícil y el crecimiento que representa el inicio de un largo viaje hacia lo incierto, sea promisorio o nefasto.

Razonemos únicamente en el inconmensurable caudal de libros que se han escrito para niños y para grandes, casi desde que la infancia existe como entidad reconocida en sí misma y que toman al «viaje» como punto de referencia o que, sin tomarlo, de alguna manera dan indicios de que cada acción emprendida por el personaje protagónico (ya sea infantil o adulto) que enfrenta fuerzas y presiones externas, representa en sí misma un posible viaje hacia el auto-reconocimiento o sencillamente un viaje para domeñar el espacio circundante.

Los niños, inquietos por naturaleza, viajan todo el tiempo. De una idea a otra. De un juego al siguiente. De la búsqueda de un amigo al amigo soñado o intuido que aún no han sido capaces de conocer.

Viajan de la casa al barrio. Del portal al tejado. Del almendro a la playa. De la playa al bote. Del bote a la patineta. Del muro a la bicicleta. De la computadora al televisor.

Su vida es un viajar constante, no solo de acciones sino de ideas, siempre apuradas, siempre signadas por el desespero de adueñarse de todo. Cada nueva experiencia les seduce como un viaje en sí mismo. Cada desconocido que atisban significa una promesa. Cada paraje inexplorado un territorio de conquista.

Cada cielo de otro amanecer que arriba es como descubrir el Nuevo Mundo y significa el milagro de que la vida empieza otra vez, cada día. Cada noche, el viaje hacia el misterio más grande, insospechado y tenebroso.

Cada afecto… el más inquietante viaje. El amor, eso de que tanto escuchan hablar y apenas conocen, es para la infancia y la adolescencia el más temido (y anhelado) de todos los viajes posibles.

Sin embargo, volviendo a la letra impresa, vale recordar que han sido muchos los autores que centraron en el viaje su objeto de atención, sobre todo al escribir obras que marcaron la historia de la literatura universal.

Verne, London, Salgari, Twain, Swift, Defoe, Hemingway fueron escritores capaces de viajar y hacernos viajar por espacios sin límites con su desbordante imaginación y sus nunca satisfechas ansias de saber en pos de las geografías más remotas y exóticas, que en el estilo de cada uno de ellos adquirieron la sutileza, el candor de su visión personal y nos legaron historias irrepetibles y cuyos argumentos nos marcan por una eternidad.

Pero no debe ser secreto para nosotros que, para hablar o escribir de viajes, mucho antes debieron viajar ellos bastante entre las páginas de cientos de libros escritos antes que les significaron uno y muchos viajes, sobre todo en pos del saber.

El propio Edgar Allan Poe, quien nunca dejó de ser un atormentando, con los avatares de Arthur Gordon Pynn nos regaló un inigualable relato de viajes, con tantas aventuras como el que más, pero también con todo el horror inherente a su vasta y reconocida obra literaria, émula en el horror de ese otro atormentado que fue Howard Philip Lovecraft.

En los libros para niños está más que demostrado que siempre hay un viaje en perspectiva y aquí se cumpliría la sana divisa de que leer (y cada libro nuevo que leamos) significa un viaje posible hacia mundos imposibles y remotos. El viajar es algo inherente a la razón de ser de estos relatos, ya sean de puro entretenimiento o cuando penetran en los más intrincados vericuetos de ese ser desconocido e intocado que es todo niño o adolescente.

El viaje puede ser al sitio más lejano, pero, asimismo, hacia adentro de uno mismo. Se viaja por placer o por necesidad. Por temor a algo o precisamente en la búsqueda del excitante temor que algo nos pueda brindar.

Se viaja todo el tiempo, incluso desde un día hasta su noche, desde una idea hasta la realidad que pudo sustentarla, desde el conocimiento de un personaje (imaginado o real) hasta la visión que de él somos capaces de formarnos.

Siempre se viaja porque nada es inamovible o perdurable. Todo fluye. Todo cambia. Cada minuto gesta otro muy diferente. Cada acción genera su pronta respuesta. Cada persona que conocemos interactúa sobre nosotros del mismo modo que nosotros influimos en sus ideas, actitudes o conductas.

Por eso «viaje» y «conflicto» son categorías inherentes a los libros para niños, adolescentes y jóvenes. El viaje genera un conflicto o determinado conflicto genera un posible viaje. Todo depende de los personajes, de su esencia, su praxis vital o del modo en que desean adentrarse en lo desconocido de un mundo que les seduce al tiempo que es capaz de aterrarles sobremanera.

Podríamos pasar horas enteras rescatando de la memoria, objeto siempre evocador y entrañable por antonomasia, las incontables escenas de viajes (más o menos evidentes) en todos esos libros que algunas (o quizás en muchas ocasiones) marcaron nuestras horas e ideas de infancia.

Fueron libros que siempre nos hicieron crecer, adentrarnos en el mundo y apostar sin miedo (o ¿por qué no?, también con cierto miedo) por el futuro. Mucha página impresa que nos permitió viajar por ella como en un mar de sargazos, un espacio sideral infinito, una selva interminable o un laberinto sin fin.

Desde las aventuras de pandillas que se iban de vacaciones y les ocurrían cualquier cantidad de percances inusitados —y hasta tenebrosos en oportunidades—, hasta el peregrinar sin rumbo por las abisales profundidades marinas de un solitario y amargado capitán Nemo.

Desde Alicia penetrando al País de las maravillas que domina una tan frágil como terrible Reina de Barajas hasta Holden Caulfield vagabundeando errático y errante por una ciudad que le aterra y seduce al mismo tiempo.

Desde ese Principito que trata de entender el universo navegando por un espacio sideral poblado de seres que se le hacen incomprensibles, hasta un Gulliver que se siente distinto (un marginado por la diferencia) en cualquier país al que su nave accede. Desde todos aquellos personajes que viajan al conocimiento de sus ancestros, hasta cuantos son capaces de atreverse a adivinar el futuro de la especie.

Todo es, eterna e irremisiblemente, un grande y promisorio viaje en pos de algo, algo intuido, visto, soñado, escuchado o nacido de lo más ancestral de nuestros más inconfesados deseos.

Por eso, la infancia misma es como el viaje, una marejada, un tsunami, un volcán en erupción, un cataclismo de sentimientos que no conocen freno, un errar sin sosiego ni meta a parte alguna, un proceso de iniciación constante a cuenta de ir dejando ideas, viejas costumbres, actitudes y aptitudes obsoletas e ir ganando en experiencias que unas a otras se superan.

Y si la infancia es en sí misma como un eterno viaje, evidentemente los libros para niños representan pues la nave (siempre proa a lo más desconocido del futuro o el pasado) en que deberemos adentrarnos por ese perturbador e inasible viaje que por toda una eternidad representará la excitante lectura de un buen libro.

Escribir es un viaje para el autor. Un viaje desde el sueño a la evocación más intensa, hasta la página en blanco que luego se cubrirá de insospechados, apenas intuidos, caracteres de imprenta. Un viajar constante desde él hasta su personaje, desde su vida hacia otra vida que también va siendo suya en virtud del tiempo de su existencia que le roba.

Leer es, sin duda alguna, el mejor y más insuperable de todos los viajes posibles, porque al estar concentrados en la lectura, todo nuestro ánimo y pasión se sumen a ese acto que leemos y en un viaje normal, deberíamos cuidar de nosotros mismos. En cambio, cuando leemos, nos dejamos llevar, libre y espontáneamente, sin más atadura que la página que se va abriendo ante nosotros. La lectura representa pues, el viaje de efectos más perdurables y profundos. El viaje por antonomasia. El viaje entre viajes. El viajar en sí mismo.

Y ya dijo una escritora tan significativa como la norteamericana Úrsula K. Leguin, esta expresión que siempre me complace repetir: «Es bueno que el viaje tenga un fin, pero al fin es el viaje lo que importa».

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Acerca de latintainvisible

Docente. Poeta. Narrador. Ensayista. Articulista. Especialista en literatura infantil.
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